Zhejiang, China – 29 de octubre de 2025
En un país donde el lujo ha adquirido formas tan diversas como un yate o una obra de arte imperial, pocos símbolos han encarnado con tanto dramatismo la colisión entre tradición milenaria y consumismo moderno como el mastín tibetano. Hace poco más de una década, un ejemplar dorado de esta raza imponente fue vendido en una feria de mascotas de élite por una suma cercana a los dos millones de dólares, eclipsando el valor de un Ferrari y elevando a este perro ancestral al panteón de los bienes de prestigio más codiciados de China.
El hecho ocurrió el 18 de marzo de 2014, en la “Exhibición China de Mascotas de Lujo Top con Mastines Tibetanos”, celebrada en Tongxiang, Zhejiang. Allí, una cachorra de un año, procedente de un criadero de Hebei, fue adquirida por 12 millones de yuanes —alrededor de 1.95 millones de dólares— por un magnate inmobiliario de Shandong cuyo nombre permaneció confidencial. Con esta transacción, el mastín tibetano pasó de ser un perro guardián de monasterios a convertirse en epítome del consumo conspicuo en la era del auge económico chino.
Lejos de ser una extravagancia aislada, esta venta representó el clímax de una burbuja especulativa que transformó al Do-khyi —nombre tibetano que significa “perro atado”— en un activo de inversión. Originario de las mesetas del Himalaya, este can de pelaje espeso y presencia intimidante fue históricamente valorado por su ferocidad selectiva y lealtad monástica. En el siglo XXI, sin embargo, se convirtió en sinónimo de poder adquisitivo y pureza genética, atributos idolatrados por una clase media-alta en ascenso y ávida de símbolos de distinción.
El fenómeno fue alentado por exposiciones, medios locales y breeders que impulsaron precios astronómicos. En 2011, otro ejemplar, un macho rojo apodado Big Splash, se vendió por 10 millones de yuanes, marcando un hito en la valorización de mascotas como objetos de prestigio. Criadores de renombre, como Yao Yi, presumían pedigríes certificados con pruebas de ADN y criaderos donde los animales eran alimentados con carne de res cocida, custodiados en instalaciones de seguridad y asegurados contra robo.
Reportajes de medios como People’s Daily y Sohu Finance documentaron la sofisticación de esta industria paralela, donde un macho podía generar hasta 30,000 yuanes por monta. A la par, medios internacionales como The New York Times y Time Magazine lo retrataban como un síntoma de la desigualdad: en una nación cuyo PIB per cápita apenas superaba los 7,000 dólares, un perro podía representar décadas de salario.
Pero como todo auge sin fundamento estructural, la burbuja estalló. A partir de 2015, regulaciones contra la especulación animal, escándalos de pedigrí falsificado y un cambio de gustos hacia razas occidentales provocaron un desplome en los precios. Criadores liquidaban lotes enteros; algunos perros terminaron abandonados o vendidos a mataderos. Xinhualamentaba en 2016 que estos “tesoros nacionales” acabaran convertidos en perros callejeros, en un epitafio simbólico del capitalismo sin freno.
En la prensa hispanohablante, portales como Ecoosfera o Azteca Laguna retrataron la paradoja del mastín tibetano: un ser reverenciado por su vínculo con el Himalaya y reducido, en ferias como la de Zhejiang, a un trofeo viviente. Hoy, los ejemplares de calidad premium oscilan entre 5,000 y 50,000 dólares, todavía inaccesibles para la mayoría, pero lejos de los excesos de antaño.
Más allá del precio, el mastín tibetano se convirtió en una alegoría viviente de China misma: un país que aspira a reconciliar su herencia milenaria con el vértigo del capitalismo global. En algún ático de Shanghái, quizás aquel comprador anónimo aún pasee a su mastín dorado, orgulloso de poseer no sólo un perro, sino un fragmento vivo del relato nacional. Queda la pregunta suspendida: ¿cuánto vale un linaje cuando el lujo es efímero?
Como señaló un criador entrevistado por la AFP: “Estos perros no mienten sobre el alma de quien los posee”.
Emiliano Córdova es un periodista vibrante y apasionado por la vida, el arte y la aventura. A sus 27 años, ha convertido su amor por la cultura y el entretenimiento en su misión: descubrir los eventos más emocionantes, los rincones más fascinantes y las experiencias más enriquecedoras para compartirlas con el mundo.